Prólogo

Nora

No debo quedarme quieta. Debo pensar. Recordar. Mi mente no debe parar. Aunque el recuerdo sea un puñal que se retuerce dentro de mí, debo continuar, mantener el último resquicio de cordura que me queda, ser consciente, luchar. Pero mis fuerzas se agotan. No sé cuánto podré aguantar. Las drogas cada vez son más fuertes, las noto cómo recorren mi cuerpo, noqueándolo y dejándolo inservible. Anulan toda mi capacidad. ¿De verdad este es el fin? ¿No hay nadie ahí afuera? Ni siquiera sé por qué estoy aquí. ¿Alguien puede oírme, alguien puede sentirme? Estoy fuera, fuera de mí, fuera de todo. Mi razón se marchita poco a poco. Ahora mismo soy un espectro que vagabundea por un mundo devastado, mi mundo, un lugar tétrico de colores oscuros y cielo negro, de árboles quemados y suelo desértico. No hay nadie. No hay nada. Observo mi mano izquierda, apenas a treinta centímetros de mí y tengo la sensación de que se encuentra a treinta millones de años luz. Soy un «yo» que se desvanece por momentos.
Me sobresalta el ruido del cerrojo. Están abriendo la puerta. Dos enfermeros vienen hacia mí. Reculo. Intento esconderme en una esquina, pero nada me tapa. Me cogen de las muñecas y me levantan como si nada. Como un trapo viejo. Estoy asustada. Me llevan en volandas, mis pies no tocan el suelo. No quiero más drogas. No quiero más. Quiero terminar con todo esto. Me rindo.
Los enfermeros abren otra puerta. Es una sala grande con una mesa rectangular en el centro y un par de sillas. Me sientan en una de ellas y me dicen que no me mueva. A los pocos minutos la puerta se abre, levanto la cabeza poco a poco y entonces veo unas figuras de rasgos masculinos que me resultan muy familiares.
—¡Derek! ¡Oh, Derek!
Me abalanzo hacia él como si fuera mi última esperanza, la mínima rendija que hay antes de que una puerta se cierre para siempre. Lo estrecho entre mis brazos y no quiero soltarlo, quiero irme con él, así, abrazada, pero sus brazos no quieren sujetarme. Bueno, no le doy importancia y hago como si no me diera cuenta. Estoy muy asustada porque en ese momento él es mi único aliento, mi esperanza.
—Tienes que sacarme de aquí, por favor; sácame, no me dejes —hablo nerviosa y sollozando. Me duele la garganta con cada palabra que logro pronunciar—. No entiendo por qué estoy aquí. Me han hecho toda clase de preguntas y no lo entiendo… Dicen que soy una loca…, pero tú no lo crees, ¿verdad? Tú has venido a por mí, vas a sacarme de aquí…, ¿no…? …

1

Nora

ocho años antes
Contaba tan solo con diez años de recuerdos, unos más agradables, otros más reales y algunos por los que, seguramente, me habrían encerrado en algún psiquiátrico lejos de mi casa.
En el pueblo decían que yo era especial, pero no sabía a qué se referían. Tal vez fuera por aquellos sueños que tenía casi todas las noches, en los que me despertaba gritando y sollozando, bañada en mi propio sudor y con el corazón a punto de salírseme fuera del pecho; pero apenas era consciente de todo aquello porque, según mi madre, entraba en una especie de trance y no paraba de decir cosas que no tenían sentido. Al día siguiente siempre me levantaba con dolor de cabeza, como si mi cuerpo hubiera sido víctima de una paliza, y sin recordar ni un solo momento de la noche anterior. Era frustrante.
Vivíamos en Roserfor, un pequeño pueblo al norte de Townvil. Estaba franqueada por el paso de un río que describía varios meandros y que, varios siglos atrás, habían servido como defensa. Roserfor era conocida como «la alegre lágrima de Townvil» o «el oasis de Roserfor» por ser un inmenso paraje natural, un lugar donde el aire podía respirarse tan profundo que llegabas a sentir cómo la propia vida fluía por todo tu cuerpo.
Mi madre, María, trabajaba de panadera en la tienda del señor Lauren, un hombre que en sus tiempos mozos había sido el príncipe azul del pueblo y que ahora, a la edad de ochenta y dos años, seguía conservando aquella sonrisa y aquella mirada que, según me contaba mi abuela, volvía locas a las chiquitas, incluida ella. Era un hombre corpulento, de pelo canoso y con la barba bien arreglada, su voz era ronca, pero al mismo tiempo suave y amable. Mi madre entró de aprendiz, aunque con el tiempo, fue haciéndose cargo de otras funciones hasta desempeñar el total de las actividades que conllevaba el mantenimiento de la panadería.
Ella y sus amigas se reunían casi todas las tardes en mi casa, en una salita en la que apenas me dejaban entrar. Solía ponerme detrás de la puerta para escuchar, pero las palabras se mezclaban unas con otras, al menos eso creía yo, y acababa marchándome a otro lugar. Ellas me miraban con ternura, pero la verdad era que en sus ojos había más compasión y pena que la que mostraban.
Siempre me preguntaba qué era lo que hablaban allí dentro, qué era lo que hacían. La salita era amplia, en el centro había colocada una mesa redonda y alrededor, cinco sillas. Las paredes estaban cubiertas por estanterías que rebosaban de libros de toda clase y también un armario grande que siempre estaba cerrado con llave.
Una tarde, mamá y sus amigas no se quedaron en casa, se fueron al centro a tomar el café, o al menos eso dijeron. Yo me encontraba en mi habitación haciendo los deberes, la música sonaba de fondo –escuchaba a mi grupo favorito, Evanescence– cuando me percaté de una repentina oscuridad que inundaba mi habitación, lo que hizo necesario que encendiera la lámpara de mesa. Me giré hacia la izquierda para poder ver qué ocurría por la ventana y me quedé boquiabierta cuando vi que el cielo estaba cubierto de nubes negras a punto de estallar. Era extraño, pero no le di más importancia al asunto, no había ningún enigma que resolver. «Cosas del tiempo», me dije a mí misma, y continué con mis tareas hasta que, de pronto, la luz se apagó; el pueblo entero se quedó a oscuras bajo la atenta mirada de aquellas nubes que amenazaban con liberar una tormenta de agua y truenos. Mi madre aún no había vuelto, pero sabía dónde tenía las velas. Las encendí una a una y las fui poniendo por distintos lugares de la casa. Todo estaba en silencio, solo se oía cómo las primeras gotas de lluvia comenzaban a caer sobre los cristales, y mi madre seguía sin venir. «Tal vez –pensé– se quedaron en alguna cafetería, esperando a que la lluvia cesara». En cuestión de minutos una cortina de agua barría las calles, que parecían ríos, y, para colmo, el viento comenzó a soplar con rabia, desplazando las miles y miles de gotitas de un lado a otro. Estaba tan sumida en mis pensamientos que me sobresalté cuando escuché tres golpes secos en la puerta. Salí corriendo para ver quién era. Nada más girar el pomo, la puerta se echó encima de mí, haciendo que casi perdiera el equilibrio.
—¿Y tu padre? —inquirió una voz acongojada, asustada y muerta de frío.
—Aún no ha vuelto. ¿Qué es lo que ocurre, mamá? —pregunté alarmada por su estado. Ella me miró. La expresión de su cara me asustó y retrocedí un paso hacia atrás. Las facciones del rostro de mi madre estaban desencajadas y su piel pálida, temblaba y tenía los nervios a flor de piel. Sus ropas estaban empapadas.
—Nada, pequeña. Tú estate tranquila y quieta —dijo acariciándome la mejilla. Subió las escaleras corriendo sin quitarse el abrigo. La seguí, medio tropezándome, sin comprender qué estaba ocurriendo, y me quedé inmóvil en el último peldaño. Había entrado en su cuarto e iba de un lado a otro cogiendo papeles y metiéndolos en una caja. Al rato salió con ella en los brazos y se fue directa a la habitación prohibida. El portazo me sobresaltó.
No sabría decir cuánto tiempo pasó mi madre en aquella habitación, pero el suficiente para que saliera justo cuando mi padre entraba por la puerta.
—Hola, cariño, ¿y tu madre? —preguntó mientras colgaba el abrigo en el perchero—. Hace una noche de perros —resopló.
—Arriba —contesté desde el sofá.
En ese mismo instante, la figura de mi madre apareció en lo alto de la escalera. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral; su rostro estaba compungido y su cuerpo parecía que hubiese menguado. La expresión de temor en sus ojos y las lágrimas que corrían despavoridas por sus mejillas asustaron a mi padre, que subió los escalones de dos en dos.
—María, María, ¿qué ocurre?
Mi madre balbuceaba sin ser capaz de articular palabra. Los jadeos apenas la dejaban respirar.
—¡Solo era un juego…, solo un juego! —gritaba mientras hundía la cabeza en el hombro de mi padre sin dejar de sollozar.
—Está bien…, ya pasó. —Giró el cuello hacia atrás y me dijo—: Nora, vete a tu cuarto.
Subí las escaleras a toda prisa en dirección a mi habitación. Tuve que esquivar el cuerpo de mi madre que yacía de rodillas entre los brazos de mi padre, encogida y con pequeñas convulsiones fruto del sofoco.
No entendía nada. Me tumbé en la cama con la impotencia como compañía por no poder ayudar a mis padres, pero ¿qué podía hacer yo?; ni siquiera intuía los motivos por los cuales mi madre lloraba de forma tan desconsolada, aunque había una pregunta que no dejaba de rondar mi cabeza: ¿qué tenía que ver en todo aquello la habitación prohibida?
Mis ojos no aguantaron el peso del sueño y terminaron cerrándose en medio de un torbellino de preguntas y suposiciones sin sentido que no me llevaban a ningún lugar. La noche fue más agitada de lo esperado. Tuve un sueño. Quizá el sueño más real hasta entonces, y donde todo tuvo su comienzo. Había una gran explanada que estaba rodeada por toda clase de árboles, el sol lucía en lo alto del cielo carente de amenazas, y sentía su calor recorrerme todo el cuerpo. Fijé la vista en algún lugar de aquella explanada y divisé un grupo de personas a escasos metros de mí, pero no lograba dar forma a sus rostros, excepto uno que sí pude distinguir: el de Julia, amiga de mamá. Me pregunté qué estarían haciendo allí; escuchaba risas y gritos de júbilo. Algunos miembros bailaban alrededor de una hoguera y yo me acerqué sonriente. También quería jugar. Alguien me vio y abrió los brazos en señal de bienvenida cuando, de pronto, hubo un flash y después otro y otro más; un grito, alguien lloraba, otro grito, vi algo que se movía a gran velocidad, pero no sabía lo que era, el grupo se desintegraba, cada miembro corría despavorido en distintas direcciones y, entonces, el cielo estalló como si se partiera en dos y desde sus entrañas escupió un haz de luz que me dejó ciega, pero, aun así, no dejé de mirar, y fue entonces cuando lo vi. Me froté los ojos. Lo que antes se movía a gran velocidad cobró forma; no tenía color ni un rostro que pudiera identificar, era como una neblina donde se había dibujado un contorno. Era espléndida, perfecta. Me acerqué lentamente, todo empezaba a despejarse y mi visión resultaba más nítida, y entonces un grito, una imagen que no pude contemplar más de una milésima de segundo y desperté en mi cama con el corazón desbocado, la respiración entrecortada, jadeante y con las sábanas empapadas de sudor. Intenté calmarme, respirar cada vez más despacio. «Solo ha sido un sueño», me decía una y otra vez. Cuando por fin mi corazón logró recuperar el ritmo normal, respiré hondo un par de veces. Recordé las imágenes que minutos antes había visto en mis sueños, intenté darle un significado, pero de nuevo, como otras tantas veces, las imágenes se evaporaron. Lo único que quedó fue el nombre de Julia. Julia.
Cuando desperté al día siguiente, encontré a mis padres en la cocina. Mi madre lloraba y mi padre la abrazaba, susurrándole palabras al oído para calmar aquella pena. En la mesa de la cocina estaba el periódico del pueblo, que repartían todos los días a primera hora de la mañana. La portada mostraba una foto del rostro de Julia, sonriente y alegre, y un titular que fue un golpe seco en mi cabeza y que dejó paralizado mi cuerpo entero:
UNA GRAN PÉRDIDA. Julia de los Santos sufre una repentina muerte al ser alcanzada por un rayo mientras disfrutaba en compañía de…

2

Nora

Aquella inesperada tragedia trajo consigo un gran revuelo. Roserfor era un pueblo tranquilo donde nunca sucedía nada. Era gente corriente que se dedicaba a sus trabajos y familias, pero aquel acontecimiento dio pie a que la gente comenzara a cuchichear. Los más viejos inventaban historias de lo ocurrido que contaban a los pequeños para evitar que se acercaran al lugar donde se produjeron los hechos. «Es un lugar maldito», solían decir.
La versión oficial de la muerte de Julia era que un grupo de amigas decidieron ir a pasar el día al campo para divertirse y la tormenta las sorprendió, produciéndose el fatal desenlace. La versión extraoficial, la que corría de boca en boca por todo el pueblo, era que un grupo de personas se habían reunido allí para realizar prácticas…, sobrenaturales. «Solo son historias, hija, no tienes que creerlas», me decía mi madre cada vez que llegaba del colegio a casa con lágrimas en los ojos porque algún estúpido me había gritado a la cara que mi madre era bruja. La investigación no dio para mucho, ya que no se encontraron indicios de nada que hiciera creer que allí ocurrió algo más extraño que la caída de un rayo en plena tormenta eléctrica.
El pueblo quedó conmocionado. Julia era una mujer muy querida por todo el mundo y la gente más cercana a ella, entre la que se encontraba mi madre, sufrió una pérdida que les costó varios meses superar.
Después del trágico suceso, a Lucía, Rosa y a mí nos dieron de lado por ser hijas de quienes éramos y, poco a poco, fuimos formando nuestro grupo. Lucía era la hija de Doris, una mujer de rostro pálido, tranquilo y voz suave. Tenía una melena cobriza y ondulada que le caía por debajo de los hombros y que aún brillaba más cuando se le reflejaban los rayos del sol, pero desde tan triste acontecimiento, aquella melena había perdido fuerza, parecía apagada, sin vida. También estaba Lola, la madre de Rosa, una mujer alegre, vivaracha y que, por muy grave que fuera el problema, siempre intentaba mostrar su mejor sonrisa. En muy poco tiempo se creó un vínculo muy fuerte entre las tres. Quedábamos para estudiar, salir, y hacer todas esas actividades que hacían las niñas de nuestra edad. Siempre y cuando nos dejaran y no nos hicieran sentir como bichos raros, aunque, en cierto modo, yo lo era un poco. A pesar de ello, prefería hacer como si aquellos sueños no existieran, como si yo no hubiera visto aquella luz caer sobre… Algún día tendrían que desaparecer.
Y eso fue justo lo que ocurrió; a medida que me iba haciendo mayor, los sueños empezaron a remitir, aunque en su lugar ocurrían otros hechos a los que no encontraba explicación. Recuerdo uno muy claro que me impactó sobremanera. Era jueves, el verano estaba a la vuelta de la esquina y los días nos daban la bienvenida con luz y calor. Las clases eran tranquilas, incluso aburridas, y contábamos los minutos que faltaban para que sonara el timbre de la última hora. A la salida me esperaban Lucía y Rosa, como todos los días, cuando a mis espaldas oí la palabra que hacía que me ardiera la sangre:
—¡Vuestras madres son unas brujas!, ¡brujas! —gritó una voz masculina. Era Marco, el malo malísimo del colegio. Estaba acompañado de sus amigos que no paraban de reír.
Me giré para contestarle, pero en lugar de eso comencé a caminar desafiante hasta encontrarme cara a cara con él.
—¿Perdona?
—He dicho que vuestras madres son unas BRU-JAS —dijo recreándose en aquella palabra maldita.
Me quedé mirándolo a los ojos, sin parpadear, conteniendo la respiración. Sentía cómo la rabia y el odio corrían por todo mi cuerpo, haciendo que se contrajera por la tensión. En aquel momento podría haberle arrancado su cabeza de niño estúpido, pero en lugar de eso, un pensamiento fugaz y veloz atravesó mi mente y Marco dio un paso hacia atrás. La expresión de su rostro cambió de golpe, donde antes había una sonrisa burlona, ahora solo había unos ojos llenos de temor. Me miró apenas medio segundo y apartó sus ojos de los míos en señal de rendición, pero para que no se le notara, añadió:
—¡Estáis condenadas, hijas del infierno!
Y todos se marcharon corriendo y riéndose, dando palmaditas en la espalda de Marco en señal de aprobación.
La sensación que experimenté en aquel momento fue extraña. Sentía cómo la energía fluía por todo mi cuerpo. Pero no solo en mi interior. Sentía el aire, la esencia de todo lo que estaba a mi alrededor, de los árboles, del espacio que ocupaban sus ramas, sus hojas. Notaba las vibraciones del suelo, de los pequeños granos de arena; percibía cada una de las existencias que allí estaban, cómo se sentían, la energía de sus pensamientos, si eran buenos o malos, si había nervios o calma. Escuchaba incluso el latir de los corazones de aquellos más cercanos. Pero solo fue un instante. Aparté aquellas sensaciones de mi mente y volví con mis amigas. Para mí lo más importante era que Marco, el malo malísimo del colegio, se había achantado y que, a pesar de haberse ido entre aplausos y reconocimientos de sus amigos, en el fondo yo había ganado y él lo sabía.
Pero aún quedaba un último detalle: al día siguiente Marco no vino al colegio, lo cual no era extraño, ya que solía faltar. En el recreo encontré a Lucía, que le comentaba algo a Rosa con gesto de sorpresa. La noticia me sobrecogió de tal manera que en un principio me costó articular palabra: la misma tarde del jueves, Marco sufrió un accidente en su casa. Se cayó por las escaleras y se rompió la pierna.
—¿Qué le hiciste, Nora? —me preguntaron mientras se reían.
—Nada. Yo no le toqué —dije con una media sonrisa a pesar de que algo me asustó cuando me dieron la noticia.
Recordé que cuando Marco y yo estuvimos frente a frente, en ese momento de odio, deseé que él se sintiera igual que yo. Solo fue un pensamiento, podía ser pura casualidad y, aunque sabía que estaba mal, no podía evitar sentir cierta satisfacción.
A partir de ese día todo el colegio nos conocía por el mote con el que Marco nos bautizó: «Hijas del Infierno». Sonaba horrible y si antes nos daban de lado y nos ignoraban, ahora ni siquiera nos miraban; agachaban la cabeza cada vez que pasaban por nuestro lado, intentando dejar la máxima distancia con nosotras. Infundíamos cierto temor y aquello resultaba extraño porque no habíamos hecho nada, pero a veces los rumores y las casualidades son suficientes para crear un determinado clima, ya fuera bueno o malo.
—Se lo merece por fanfarrón —añadió Rosa con una pizca de maldad.
Hechos como este eran los que, en ocasiones, me sumían en un estado de autismo. Al principio les resultaba molesto y no entendían mi comportamiento, pero después se acostumbraron y cada vez que ocurría se limitaban a preguntarme si estaba bien y a decirme que podía contar con ellas. Siempre estaban a mi lado, pero sabían bien cuándo necesitaba mi espacio, y lo respetaban.
Cuando llegó el momento en que terminé el Instituto e hice la prueba de selectividad, decidí que quería estudiar en la capital. Sería un paso muy importante para mí, ya que supondría mi independencia. Por un lado, tendría el inconveniente de estar lejos de mis padres en un sitio nuevo donde no conocía a nadie; por otro, tenía una ventaja: podría comenzar de nuevo porque nadie sabría quién era.
Después llegó el verano y el final de las clases., Rosa, Lucía y yo elegimos ir de veraneo a la playa. Serían nuestras primeras vacaciones juntas y quizá las últimas. Los días pasaban sin darnos cuenta, disfrutando de todos los momentos sin preocupaciones ni nada que pudiera enturbiar aquel momento de nuestras vidas. A menudo me preguntaba si aquella felicidad podría estropearse. No, rotundamente no, pero lo cierto es que, aunque creamos que tenemos el control de nuestras vidas, hay cosas sobre las que no tenemos ese poder, cosas que ni siquiera intuimos que puedan suceder. No concebimos la idea de que nuestra vida cambie en tan solo una milésima de segundo, pero a veces ocurre.
Así transcurrían los días en Sunbeach: playa, piscina, más playa y después de haber estado todo el día cocinando nuestras pieles al sol, llegaba la noche, la música, la fiesta.
Fueron quince días increíbles, pero tocaba volver a casa. Por delante nos esperaba un viaje en tren de unas cinco horas hasta Roserfor. Los asientos eran confortables y no tardé mucho en despedirme del mundo real para adentrarme en los misterios del subconsciente, aquellos que, en ocasiones, me atormentaban con imágenes que no lograba entender y a las que no podía dar sentido. Me encantaba el suave traqueteo del tren y así, entre la tristeza por marchar y las ganas de volver a ver a mis padres, me sumí en un sueño que no se diferenciaba de los demás. Cuatro luces aparecieron de repente. Se aproximaban a mí a gran velocidad, dos por cada lado, pero no podía moverme, mi cuerpo estaba paralizado y no respondía a mis órdenes. Las luces estaban a punto de colisionar conmigo cuando la mano de Rosa me despertó.
—Nora, Nora, ¿estás bien? —preguntó mientras agarraba mi brazo con fuerza.
—¿Dó…, dónde estamos? —tartamudeé aún desorientada.
—Estamos llegando —dijo.
—¡Oh!… Mi cabeza —dije echándome las manos sobre ella.
—¿Un mal sueño?, no parabas de moverte.
—Supongo —resoplé dejando caer mis brazos.
—Bueno. Habrá que ir despertando a Lucía. —Hizo un gesto con el pulgar de la mano, señalando el asiento donde descansaba Lucía, que estaba con la cabeza ladeada hasta tal punto que la tenía colgando.
Cuando recogimos nuestras maletas nos dirigimos a la salida y allí estaban nuestras familias esperándonos. La primera cara que vi fue la de mi padre, con una sonrisa espléndida. No sé por qué, pero sentí un tremendo pinchazo en el pecho cuando pensé en él.
Todos nos fundimos en un abrazo que hubiera dejado sin aire al planeta. De camino a casa estuvimos hablando del viaje y en cuanto entramos por la puerta, el cansancio acabó por vencerme.
Aquella noche volvió a repetirse el mismo sueño: las cuatro luces veloces que se aproximaban hacia mí, pero esta vez Rosa no estaba para despertarme, fundiéndose hasta hacerse una. Era tal la luz que desprendía que tuve que taparme los ojos. Cuando los abrí, vi cómo se producía un accidente. Los dos coches chocaron y quedaron destrozados, convirtiéndose en un amasijo de hierros. De pronto oí un grito seco. Fui yo, que desperté sudando y con la garganta en carne viva. Suerte que mis padres no se despertaron y nadie acudió a mi encuentro. No habría sabido qué decir.
Aquel sueño no debería haberme preocupado, era uno más. Pero, a diferencia de otras veces, una sensación de angustia se ancló en mi pecho. Aquellas imágenes nítidas acudían a mi mente a cualquier hora del día. No dejaba de preguntarme qué era lo que significaban. «Son solo sueños y los sueños no se hacen realidad», me repetía a mí misma para quitarle importancia, pero la verdad era que estaba preocupada y comencé a pensar si cuando la gente me llamaba bruja no tendrían razón. Me habían ocurrido tantas cosas inexplicables que ya no sabía qué pensar. Me parecía una locura solo contemplar la idea de poseer un sexto sentido, un don, el don de ver las cosas antes de que ocurrieran. Pero si aquella idea era remotamente imposible, entonces qué; acaso algún trastorno de la mente, que sufriera alucinaciones. Buscaba respuestas, alguna explicación coherente, pero todas eran desechadas porque en todos mis sueños había un común
y era que se hacían realidad o, al menos, estaban en relación con algún hecho inoportuno en mi vida cotidiana, y aquello no podía ser fruto de ninguna enfermedad.
Los últimos rayos veraniegos fueron terminando y la ilusión que tenía por ir a la Universidad apartó de mi mente aquellos pensamientos. Había pedido plaza en la capital. Quería estudiar Psicología Infantil y después, quizá, pudiera tener mi propia clínica. Mi madre me decía que era una buena carrera.: «Están todos locos», solía decirme en broma.
Los preparativos para el viaje no me dejaban mucho tiempo. La casa en la que iba a instalarme estaba cerca del centro de estudios. Había ojeado y leído en Internet, había visto fotos de la capital –nunca antes la había visitado– y me parecía
una ciudad increíble. Estaba tan ilusionada que no me di cuenta de que los días pasaban tranquilos, envueltos en una burbuja. Pero la burbuja explotó dos días antes de mi marcha, y aquel suceso cambiaría de golpe mi vida. Ocurrió el 3 de septiembre de 1985. Jamás se me olvidará ese día. Me encontraba en la cocina, sentada en la mesa, escribiendo una lista de todo lo que debía llevarme: libros, ropa, peluches, fotos; cuando el timbre de la puerta sonó varias veces seguidas.
—¿Sí? —pregunté extrañada.
—Soy Doris —contestó una voz dulce al otro lado.
Abrí la puerta y la saludé con una sonrisa.
—Mi madre no está —dije.
—No busco a tu madre. —Dudó un instante—. En realidad, vengo a verte a ti.
—¿A mí? —Fruncí el ceño.
—Sí.
Estaba nerviosa y sus manos temblaban. No paraba de morderse el labio.
—¿Qué ocurre?
—Bueno…, es un poco complicado de decir…
—No. No creo que sea tan complicado. —La animé sonriendo. Ella me miró y en ese instante supe que no eran buenas noticias.
Sentí cómo su pena me ahogaba.
—Tu padre ha sufrido un accidente —dijo de golpe. Al terminar aquella frase mi mundo desapareció bajo mis pies, me quedé sin habla, no podía articular palabra—. Tu madre está en el hospital, me pidió que viniera a por ti —continuó, aunque yo ya no escuchaba—. Nora, Nora —dijo poniéndome una mano sobre el hombro. Aquel gesto me sacó de mi ausentismo.
—¿Qué…, có…, pero está…, está bien? —La voz me temblaba.
—Aún no lo saben.
Comencé a retroceder, poco a poco, sin entender qué ocurría. Hice un gesto a Doris, indicándole que no se fuera. Subí las escaleras corriendo, presa del pánico que me invadió de pronto. Tenía que cambiarme de ropa. La cabeza me daba vueltas y mi cuerpo entero se estremecía. Se me cayeron varias cosas al suelo –que no recogí– y bajé las escaleras como alma que lleva el diablo.
No se escuchó palabra alguna de camino al hospital. Cuando llegamos, aquel edificio blanco que se erguía ante mí se hizo demasiado grande, tanto que no pude dar un paso hacía él hasta que Doris me cogió la mano con ternura y me la apretó, como si tratara de darme seguridad para atravesar aquella enorme puerta transparente.
Corrí hacia mi madre cuando la vi al final del pasillo. Sus amigas estaban con ella, también la doctora. A continuación, mi madre se echó las manos a la cara y empezó a gritar cayendo al suelo de rodillas. Yo paré en seco y caí con ella.
Mi padre había muerto.
En aquel momento perdí la conciencia de todo lo que se encontraba a mi alrededor, me quedé vacía, flotando en un espacio sin aire, sin vida.
Había muerto, sí, debía hacerme a la idea. No entendía aquella situación, no era capaz de hacer hueco en mi cabeza para tan trágico hecho ni conseguía superar aquellas palabras que se me clavaron en lo más hondo del alma, haciéndome esclava de su recuerdo. No entendía su significado.
La Policía nos informó sobre el accidente. Al parecer, el conductor del coche que se estrelló con mi padre perdió el control de su vehículo, invadiendo el carril contrario. Según nos dijeron, iba borracho. Él se salvó, se rompió la cadera y tenía contusiones por todo el cuerpo, además de un golpe fuerte en la cabeza que lo dejó en coma profundo, pero su corazón aún seguía latiendo. Era un joven de apenas unos veintiún años. Deseé que jamás saliera de aquella cama, que pasara allí toda la eternidad pagando con la invalidez de su vida el vacío, el dolor y el sufrimiento que había dejado como único amanecer en las nuestras. Pero ni siquiera aquel pensamiento cruel, nacido del odio, de la impotencia y la rabia, calmaba la devastadora herida que se extendía por todo mi cuerpo, desangrando mi piel hasta hacerla explotar en lágrimas que desgarraban mi rostro sin clemencia.
Mi cabeza era un torbellino de preguntas sin respuestas, no era capaz de concentrarme en nada; era una marioneta que se movía por inercia, como un barquito de papel que cae al mar y aparece en la orilla medio desecho. Pero aún quedaba lo peor: recibir a toda la multitud que venía a darnos el pésame al tanatorio. Había gente que ni siquiera conocía. Aquello no me gustaba. Estaba destrozada, sin ganas de nada, solo quería estar sola, pero allí era imposible. Abrazos por aquí, besos por allá, una palmadita en la espalda y vuelta a empezar con otros familiares que te miran con pena, que te dan todos los ánimos del mundo, que se ofrecen para ayudarte, pero sabes que pasados unos días esas palabras se quedan allí, muertas como mi padre. Por otra parte, también comprendes que en esos momentos la mayoría de las personas que están allí contigo también sufren, pero la vida continúa y cada cual vuelve a su rutina. Solo los más allegados, a veces, te acompañan en tu dolor. Todo forma parte de los convencionalismos de esta sociedad.
Estaba harta. Harta de todo el mundo. Pero, por suerte, al pie de las ocho de la tarde, la gente comenzó a marcharse a sus hogares con una clara expresión de pena en sus rostros. Ya en
sus domicilios, las familias estarían al completo y la calidez de todos sus cuerpos haría que la luz en aquellas casas brillara siempre; en cambio, ¿qué pasaría cuando mi madre y yo regresáramos a la nuestra? ¿Qué es lo que nos encontraríamos?
Seguramente, al abrir la puerta, el frío de la casa nos abofetearía haciendo, aún más, si cabe, insoportable permanecer en ella.
Aquel pensamiento me derrumbó allí mismo y caí al suelo sin ningún sentimiento y sin la esperanza de que mi voluntad pudiera levantar aquel saco de huesos que se había desplomado frente al ventanal que separaba el mundo de los muertos, donde ahora habitaba el espíritu de mi padre, del nuestro. Intenté evitar durante todo el día aquella situación, pero no pude más, los sollozos me ahogaban y sentía cómo el pecho se me encogía, haciéndose tan pequeño que me impedía respirar.
Esa noche nos quedamos a dormir en casa de Doris. No podía volver a mi casa. No quería hacerlo. Pensar que tarde o temprano tendría que atravesar aquella puerta me revolvía el estómago, haciéndome escupir la angustia que se acumulaba en mi corazón, amenazando todo lo que a mi alrededor conseguía vivir a duras penas. La estancia en casa de Doris se prolongó durante varias semanas. Mi madre gestionó la anulación de la matrícula. No se opusieron.
—Doris, te agradezco todo lo que estás haciendo por nosotras —dijo mi madre.
—Por favor, María, es lo menos que puedo hacer. Sabes que os podéis quedar todo el tiempo que queráis.
—Sí, lo sé, pero creo que va siendo hora de volver.
—Lo sé. —Las dos se miraron—. Es Nora, ¿verdad? —dijo cogiéndole la mano.
—Sí —asintió desolada—. No sé qué hacer. Ella no quiere.
—Bueno, siempre puede quedarse aquí una temporada.
—No. Ella debe afrontar sus miedos. No puede quedarse en tu casa encerrada toda la vida. Tarde o temprano tendrá que salir de aquí y aceptar la realidad.
—Cierto, pero ¿no es mejor que lo haga cuando ella crea que es el momento, en lugar de forzarla? —sugirió Doris.
Mi madre asintió con resignación. Se encontraba entre la espada y la pared: por una parte, cabía la posibilidad de dejar que yo fluyera independiente y que abriera los ojos cuando lo creyera oportuno, o, por la otra, abrírmelos sin dejarme ninguna otra opción.
—Bien —dijo mi madre pensativa—, no quiere ir a la Universidad, al menos este año. Dice que no puede.
—Es normal. Por otro lado, tal vez le viniera bien un cambio de aires.
—Sí, pero entonces, ¿qué debo hacer? —preguntó con gesto irónico, refiriéndose a lo comentado con anterioridad.
—Deja que ella decida, al final terminará haciendo lo que quiera. Pero sí que puedes aconsejarle y decirle lo que tú crees que es mejor para ella. Después, sea lo que sea que haga,
habrá que apoyarla. ¿Quieres un café? —preguntó.
—Sí, salgamos a tomar el aire.
Las clases comenzaban a mediados de octubre y quería pasar un tiempo de adaptación, pero no pude. Mi cuerpo era un harapo que arrastraba por las calles del pueblo sin sentido. Era como un zombi. Y mi rostro no reflejaba ninguna clase de expresión. Entonces, una noche, aquel dolor inhumano se acrecentó al recordar el viaje de vuelta de Sunbeach; quise recordar la alegría que no hacía tanto tiempo pude disfrutar, y conseguí vislumbrar el recuerdo que me atemorizó aún más: el sueño. Tuve aquel sueño en el tren y un par de noches antes: las luces venían hacia mí, los dos coches que vi…, dos coches…, habían chocado, era de noche y yo lo vi… «¡Oh, Dios mío!, no podía ser, aquello era imposible. ¡Qué era lo que significaba, qué…, qué demonios estaba pasando!», me gritaba en silencio. Soñé. Soñé aquel accidente donde mi padre perdió la vida. Yo lo sabía, pero no fui consciente del hecho, cómo iba a imaginarme…, ¿cómo…, pero…? No entendía nada. Mi cabeza era un maremágnum de preguntas sin acabar, se entremezclaban unas con otras sin claridad, no podía concentrarme ni pensar, todo se movía a mi alrededor. Me estaba mareando y el estómago hizo un amago, y otro, otro más, y tuve que levantarme de la cama y salir corriendo al baño para vomitar todos aquellos pensamientos que oprimían mi alma como si la estuvieran atando con un alambre de espinas. Me estaba matando y quise golpearme la cabeza para quedar inconsciente y poder descansar, aunque fueran unos pocos minutos, pero aquella idea no era viable. A duras penas pude levantarme y bajar las escaleras hacia la cocina. Doris dormía mal y su médico le había recetado unas pastillas. Leí las indicaciones con precaución, solo quería dormir, no matarme. Comí algo y después me tomé una pastilla. Ahora solo debía meterme en la cama y esperar a que la droga hiciera efecto y cumpliera su misión.
Cuando el efecto somnoliento de las pastillas cesó, me sobrevino la falta de aire y el vacío que mi padre había dejado. Volví a ser consciente de la realidad y a pensar que aún me quedaba un día entero por delante lleno de dolor.
Antes de que Lucía y Rosa se marcharan para comenzar sus clases, me convencieron para entrar en mi casa y superar aquel momento. Yo acepté, prefería hacerlo mientras ellas estuvieran conmigo.
Caminaba lenta, cogida del brazo de Rosa, con la cabeza gacha y arrastrando los pies. Me pesaba todo el cuerpo. Nos paramos. Alcé la vista y mis ojos se encontraron con la puerta de aquella monumental casa pintada de blanco. Subí la escalera que estaba cubierta por un pequeño tejado sostenido por dos ­columnas. Mi madre introdujo la llave en la cerradura y la puerta se abrió, entonces retrocedí y un miedo espantoso se hizo dueño de mí. Rosa me cogió la mano fuerte y arropada por las demás fui dando un paso tras otro; en realidad, no quería hacerlo, por mí jamás hubiera vuelto allí, pero no me quedaba más remedio.
La casa estaba oscura a pesar de que el sol brillaba fuera. Tuve una sensación extraña, era como si no reconociese nada de aquel lugar, como si mi mente hubiera reprimido todo lo
que sentía y lo hubiera encerrado en un baúl tirando la llave al mar. Sentía que aquella casa ya no era la mía y eso dolía. De pronto, me encontré en el salón, en medio de la nada, rozando la forma de los muebles con las yemas de mis manos, suavemente, sintiendo cada milímetro de su superficie, haciéndolos míos otra vez porque aquella textura, el espacio que ocupaba cada objeto era extraño para mí. Me di cuenta de que todo lo que había allí estaba muerto.
Subí las escaleras, consciente de cómo mis pies se apoyaban en cada escalón, en cómo la palma de mi mano se aferraba a la barandilla de madera. Me planté delante del cuarto de mis padres y me quedé mirando la puerta; no sentía mi respiración, pero escuchaba los latidos de mi corazón retumbar en mi cabeza. No pude más, demasiada tensión. Salí corriendo escaleras abajo con los ojos empapados en lágrimas. Cuando llegué a la calle inspiré una bocanada de aire fresco. Me estaba ahogando y no paraba de sollozar.
Después de aquello acudiría a mi primera cita con un psicólogo. Mi estado no era el más adecuado y no me dijo nada que no supiera ya. Pero cómo no iba a estar enferma cuando había perdido una parte de mi existencia y, lo que era peor, había visto aquel accidente y no había sabido cómo interpretarlo. Cómo iba a tener en cuenta algo que no significaba absolutamente nada para mí, algo que era un simple sueño.
Como era lógico, no comenté nada de este asunto a la doctora. No sabía ni cómo empezar y, seguramente, me habrían encerrado en una celda y atiborrado de pastillas o enchufado miles de cables por todo el cuerpo, así que me juré a mí misma que, de momento, no hablaría de aquello con nadie.

Comprar